Todo monopolio existe sobre la base de su capacidad para restringir la oferta con objeto de aumentar por esta vía los beneficios que un mercado competitivo nunca le daría.
Así puede enunciarse el que denominaré el “teorema del monopolio”. Esto es de manual básico de economía, de primera clase de primero, vaya. Pero, como tantos otros enunciados básicos de cualquier disciplina, se olvida el primer fin de semana después de esa primera clase, si es que se hubiese asistido a la misma. Si este es el caso entre economistas, porque no había de ser peor entre no economistas. Pues, en efecto, lo es. La mayor parte de las prácticas monopolísticas u oligopolísticas pasa desapercibida, aunque sus efectos son muy dañinos.
La carencia, entre la población y muchos de sus representantes institucionales, de alfabetización básica en cualquier orden de la expresión económica, del derecho, la sociología o de cualquier otra disciplina que afecte a la vida cotidiana de los individuos o las organizaciones, es tan extendida que sorprende el aparente orden con el que funcionan muchas cosas. Pero funcionan dejándose en el camino enormes pérdidas de bienestar. Ejemplos que inciden directamente, y a más no poder, en estas disfunciones son los de los rescates (y todos sus antecedentes) de las autopistas “R” o la plataforma gasística Castor.
Este teorema condensa una serie de conocidos resultados de la disciplina económica de la Organización Industrial acerca de la competencia imperfecta. Bien sea por las características de la tecnología en la que se basa, del tipo de fallo de mercado que trata de resolver o de la mera elevación de barreras legales de entrada a favor de un concesionario determinado, el monopolio que se asienta en alguna (o una mezcla, que se da a menudo) de estas bases está en condiciones de restringir artificialmente la oferta de los bienes y servicios que ofrece.
Restringe la oferta porque, en la búsqueda del máximo beneficio cuando se enfrenta a una demanda que responde al precio (lo que no sucede para un productor muy pequeño en un mercado “atomizado”) debe elevar el precio unitario por encima de su coste marginal y ello implica ofertar una cantidad de bienes o servicios inferior a la que ofertaría en un mercado competitivo.
Un monopolista no es un dictador (o lo es solo en parte), y aunque pueda fijar el precio “que le dé la gana”, lo que no puede hacer (aunque lo intenta y a veces lo logra) es obligar a los consumidores a adquirir todo lo que desee producir. Ello significa que al mercado llegará una menor cantidad de bienes o servicios, a veces muy necesarios cuando se trata de la resolución de un fallo de mercado, que produzca y, por lo tanto, de bienes o servicios públicos o cuasi públicos.
De este hecho, que es el pecado original de todo monopolio, se derivan muchos otros males en los que poco se repara, aunque están bien establecidos en la literatura académica. La restricción de la oferta implica un menor empleo en el sector monopolizado (e, indirectamente, en el conjunto de sectores suministradores de aquel y, por vía inducida, en el conjunto de la economía). También implica unos salarios reales menores de los que los trabajadores recibirían en condiciones competitivas en el mismo sector, al generarse escasez de demanda de trabajo.
En la cima de los efectos negativos de un monopolio (lo siento, no le veo efectos positivos) se encuentra el que los precios de mercado de los bienes y servicios que produce son más elevados que en condiciones competitivas y, por lo tanto, se produce una merma (que puede ser muy significativa) del excedente o bienestar del consumidor. Por dos vías: (i) la carestía de los productos y (ii) la menor oferta de los mismos.
Las enormes rentas que producen los monopolios y sus parecidos (oligopolios, etc.) se deben justamente a esta capacidad para reducir la oferta y provocar una brecha significativa entre los costes unitarios y el precio unitario. Ello va, en resumidas cuentas, contra los intereses (las rentas) de los proveedores, de los trabajadores, de los consumidores y, en el plano macroeconómico, contra el empleo, la distribución de la renta, el crecimiento y la innovación.
¿Existe algún beneficio de los monopolios? El cuarto pilar, importantísimo, de toda empresa, además de clientes, trabajadores y proveedores, es el constituido por los accionistas de la misma. En teoría, el monopolio debería beneficiar a los dueños de la empresa, ¿no? Pues, a veces, ni eso. Claro que los accionistas se apropian de los excedentes en primera instancia, pero a menudo el excedente se lo apropian los altos directivos en forma de “bonus” o sueldos desproporcionados al mérito que aportan a una compañía que tiene el negocio protegido.
Por las consecuencias tan negativas que tienen los monopolios, una de las mejores políticas en casi todos los frentes de la política económica (incluidas las políticas estructurales) es la de la defensa de la competencia, o la lucha contra los monopolios. De hecho, en mi opinión, la mejor política de reforma del mercado de trabajo que existe es… la política anti-monopolio. Que, a la vez, también es una buena política de innovación, o de distribución primaria de la renta (sin necesidad de hacer intervenir impuestos o transferencias).
No debe pensarse que los monopolios son inevitables. Lo que hace décadas justificaba la existencia de monopolios “naturales”, la presencia de costes medios decrecientes o la necesidad de afrontar enormes costes hundidos o de estructura para iniciar siquiera modestas operaciones productivas, o una tecnología muy rígida, esta siendo sustituido por tecnologías modulares o por infraestructuras más fácilmente operables por distintos operadores en competencia. También es siempre posible obligar a un solo operador a actuar “como si” fuese precio-aceptante equiparando su coste marginal a su ingreso marginal.
Los monopolios, especialmente los mal regulados, y sus semejantes, son incompatibles con el bienestar de consumidores y trabajadores, la innovación, el crecimiento y el empleo. No son inevitables. Son fuente de corrupción legalizada y herramientas de perpetuación de elites de (mala) gobernanza institucional y corporativa en detrimento de la movilidad social. Son impropios del S. XXI.