En la entrada del 10 de mayo pasado, titulada “El teorema del monopolio”, me despachaba a gusto sobre los males mayores y menores del monopolio. Un monopolio es una situación en la que hay un oferente y muchos demandantes, aunque se puede generalizar (no siendo formalmente lo mismo, ni mucho menos) a una situación en la que hay pocos oferentes y muchos demandantes, especialmente en la medida en que los pocos oferentes puedan ponerse de acuerdo.

Pues bien, una de las sorpresas que ha producido esta crisis es la de desempolvar otro “palabro” que, estoy seguro, las recientes generaciones de economistas ni siquiera habrán escuchado: el monopsonio. Wikipedia explica con mucha nitidez su etimología: “un monopsonio denominado también como el monopolio del comprador (del griego mono- (μονο-) ‘único’ y psonios (ψωνιος) ‘compra’)”. Es decir un monopsonio es el equivalente a un monopolio (de oferta) pero por el lado de la demanda. En general, pues, una situación en la que hay pocos demandantes y muchos oferentes.

Esta situación se da en la realidad con cierta frecuencia, pero no ha atraído el interés de los economistas ni los reguladores en la misma medida que el monopolio. Imagínense a las Consejerías de Fomento contratando los servicios de obras públicas en un mundo en el que ni hubiera gigantes del sector de la obra civil ni palcos presidenciales en los estadios de fútbol. O una situación en la que una gran cooperativa de consumo (que repercutiese los precios obtenidos a sus miembros sin margen alguno) y una miríada de pequeñas tiendas de comestibles.

Pero, después de que el tema se suscitase en la gran misa de los banqueros centrales de Jackson Hole del pasado 24 de agosto de la mano de Alan B. Krueger, las redes y otros medios hierven de excitación ante los más que indicios de que este tipo de organización del mercado se está abriendo paso de la mano de las grandes empresas tecnológicas, los “unicornios” (start-ups que levantan más de mil millones en su fase de rondas de capital) que, oh sorpresa, ya no son “superestrellas” (no tienen apenas empleo).

Un monopsonio tiene como principales consecuencias que restringe la producción de bienes y que obliga a los productores a aceptar precios inferiores por sus productos. Esto respecto al monopolio, la diferencia está en que los precios de mercado son menores que bajo la competencia, lo que beneficia al comprador que ejerce tal poder, aunque el efecto sobre la oferta es del mismo signo que bajo el monopolio. Esta diferencia en el precio es crucial y admite varias lecturas según del mercado del que hablemos.

En el mercado de la obra pública, o las concesiones de autobuses, por ejemplo, las administraciones públicas, que son los monopsonistas, pueden forzar a precios o tarifas bajas que benefician al administrado (menos impuestos o viajes más baratos), pero no debe olvidarse que los proveedores estarán (i) restringiendo la oferta y/o la calidad de la misma, o (ii)camino de la quiebra, al tiempo que repercutiendo en su propia cadena de suministros precios más reducidos a sus proveedores de todo tipo, incluidos sus trabajadores.

En el mercado de trabajo, el monopsonista, por ejemplo, no solo restringe el nivel de empleo (respecto al que se daría en una situación competitiva), sino que también reduce los salarios. Este efecto tan negativo va directamente en vena a la renta de los trabajadores.

En cualquier caso, el monopsonio reduce el bienestar, tanto por la vía de la restricción de la actividad como por la vía de la reducción del excedente social, produciéndose, además la indeseable transferencia de una parte del excedente restante desde los proveedores hacia los compradores monopsonistas. En el caso del mercado de trabajo, esta transferencia de excedente restante va de los trabajadores a los empleadores monopsonistas. Esto, más que al parecer, es lo que está pasando hoy en muchas economías avanzadas en las que los salarios están muy contenidos y los márgenes empresariales no dejan de crecer al tiempo que la productividad se estanca.

Bajo el monopsonio, al igual que ocurre con el monopolio, la menor actividad y remuneración de los oferentes, perjudica a la innovación y el I+D, aunque se de la paradoja de que muchas de las grandes empresas tecnológicas sean justamente eso: tecnológicas. Al tiempo.

Siendo malos, por sí mismos, tanto el monopolio como el monopsonio, el colmo de la cosa sería que ambos se deseen conjuntamente. Normalmente, en un mismo mercado regular (los ilegales son otra cosa) de cierta entidad no habrá (eso ya sería de premio Nobel) un monopolista en el lado de la oferta y un monopsonista en el lado de la demanda, sino que habrá algunos mercados dominados por pocos vendedores y algunos otros mercados dominados por pocos compradores (normalmente institucionales). Pero la mezcla de estas prácticas anticompetitivas puede ser letal para los consumidores y para los trabajadores.

No será sostenible ni viable una economía como esta, pero, hasta que surjan las primeras señales de la quiebra social que conllevaría, se habrá causado un daño enorme a amplios grupos sociales en el caso de que se perseverase en esta deriva.

Y existe la impresión de que algo de esto está pasando crecientemente en la economía globalizada, sin duda por falta de una buena regulación tanto de la economía convencional globalizada como, especialmente, de la economía digital.

Sea bienvenida esta preocupación de los banqueros centrales por situaciones tan distorsionadoras como las que representan el avance del poder de mercado bien por el lado de la oferta (de bienes y servicios) o por el lado de la demanda (de trabajo). Los amigos de la libertad y el desestanco tenemos mucha tarea por delante.

José Antonio Herce