¡Viva el liberalismo y el desestanco de todo lo estancado! Gritaba Polop, un personaje galdosiano al inicio del Capítulo VII de “La de los tristes destinos”, el Episodio Nacional dedicado al periodo final del reinado de Isabel II antes del triunfo de “La Gloriosa” de 1868. En “Cánovas”, otro de sus exaltados personajes proclamaba in mente, esta vez, sin atreverse a gritarlo a pleno pulmón durante una algarada en la calle de Alcalá, ¡viva la libertad de cultos y el desestanco de la sal!
Este grito liberal, de libertad y libertario, inspirará las sucesivas entregas de este blog que inauguro. A veces, me esforzaré para que un tema específico, o una contribución concebida para otro medio, encaje en este marco general, por una parte, pero exigente por otra. No todo lo que escriba o lo que seleccione para este blog vendrá impregnado, a primera vista, de este espíritu. Pero, a la que el lector indague un poco, apreciará que las entrelineas estarán preñadas de su esencia.
La rigidez de nuestros modos y culturas políticas lo invade todo. Nada me gustaría más que contribuir siquiera modestamente a acabar con la asfixia de los viejos modos de concebir el trabajo, la jubilación, los escalafones en la administración, las empresas y todo tipo de organizaciones o las relaciones con los jóvenes. Me entusiasman la economía colaborativa y el mundo digital, pero me desagradan profundamente los que, so capa de “colaborar”, no pagan impuestos pero exigen que uno de los mejores sistemas nacionales de salud del mundo trate a sus padres o a ellos mismos cuando enferman, gratuitamente. Una de las frases más memorables del nuevo Testamento es “al César lo que es del César”.
Esa rigidez a la que aludía, tiene su causa en la pereza mental que caracteriza a nuestra especie desde que asentó su dominio sobre todo lo que se mueve. Justamente para que no se mueva. Eppur si muove.
Gracias a la inagotable, y no siempre fácil de colmar, curiosidad humana, que también nos caracteriza como especie, siempre habrá “disdentes”, whistleblowers, almas inquietas que se preguntan. Un David que venza al Goliat de turno de una certera pedrada en su centro neurálgico. Un creador o un soñador. Siempre, el empuje incontenible de lo mejor que hay en los individuos, los creadores, emprendedores, consumidores o funcionarios, se acabará colando por los resquicios del monopolio, el amiguismo, la censura o el silencio cómplice. O la cobardía, disfrazada de comodidad, que nos atenaza a la hora de votar con los pies cuando, por ejemplo, una empresa nos decepciona.
Escribo sobre longevidad, estado del bienestar, economía, transformación digital o mercados de productos para la jubilación y contra los monopolios, mi bestia negra favorita, como saben generaciones enteras de mis estudiantes en mis cursos de economía en la UCM durante décadas, o contra los que ordeñan al estado del bienestar bajo la excusa de que son derechos universales. No me gustan los derechos adquiridos si son infundados y, con el paso y el peso del tiempo, acaban por no justificarse en absoluto. Escribo a favor de los creadores, los empresarios que luchan por y promueven buenas ideas de servicio a sus clientes, pero que también respetan a sus trabajadores, proveedores y accionistas. O a favor de las víctimas de una fiscalidad excesiva, o del prohibicionismo negador de la libertad de la gente, incluso para perjudicarse a sí mismos, mientras no perjudiquen a los demás, claro. Escribo también a favor de quienes se esfuerzan y no lo consiguen, porque merecen más que nadie la solidaridad de sus congéneres, sea a través de los programas del Estado o de la filantropía directa, civil y organizada que se manifiesta en todos los lugares. No creo que eso de “lo público” sea mejor que “lo privado”, ni siempre ni necesariamente, como mucha gente piensa. No entiendo esta distinción cuando se hace desde lo absoluto, como si hubiese un dimensión “moral” en ella.
Y hago todos estos planteamientos desde la humildad de quien se sabe tan imperfecto, al menos, como tú, lector ocasional. Así es la cosa. Vale.