Mira que nos gustaría dejar de comprar en aquellos establecimientos que nos maltratan. O no volver a votar a ese representante o partido político que nos ha defraudado. O salir por piernas de una situación que no nos gusta. Pero, o no es tan sencillo o, en el fondo, no queremos.

Si el poder de mercado que detentan muchas grandes (y no tan grandes) empresas, o el abuso de su posición que ejercen numerosos negocios (o profesionales) de barrio, es la quintaesencia del monopolio y hay leyes y normas que nos defienden de ello, se habla mucho menos del poder que los propios individuos cedemos por anticipado a los tiranos del mercado (no solo a los tiranos políticos, en el amplio sentido de la palabra).

Cuando, en el fragor de una llamada a un 902 (o similares), que nos cuestan un riñón y desde cuyo balcón se ven pasar los minutos como si fueran un desfile olímpico, decidimos ceder y no hacer nada, estamos diciéndole al tirano de turno que nos encanta su estilo de gobierno. Puede que hasta, en ocasiones, sintamos que “votamos con los pies” colgando el teléfono al tiempo que soltamos un exabrupto. Pero, en realidad, hemos concedido y, encima, pagamos el banquete.

Los expertos en márquetin siempre han dicho que “el consumidor es el rey”. Pues me parece que esa soberanía la ejercemos de manera muy leve. El poder del consumidor, del administrado o del contribuyente es enorme. Y no se ejerce. Mejor dicho, se le cede a quienes lo ejercen, a veces, en contra de aquellos de quienes reciben dicho poder.

Es esperanzador ver que se suceden las iniciativas para empoderar a los consumidores o a los ciudadanos. Pero hay que admitir que este proceso es desesperantemente lento debido a las resistencias del cuerpo social a tomar el protagonismo del ejercicio de su poder. Disociamos la necesidad que tenemos de los bienes y servicios de nuestros proveedores del hecho de que luego los criticamos por sus malas prácticas y sin que ello les traiga consecuencias. No nos damos cuenta de que una forma de validar algunas de esas malas prácticas (con consumidores, trabajadores, proveedores y accionistas) es justamente la compra que hacemos de sus productos.

Existe la falsa idea de que las empresas a las que adquirimos bienes y servicios son las que crean el empleo y el dinamismo económico, que tanto nos beneficia y, por ello, aceptamos como un mal menor a aquellas que realizan malas prácticas. En realidad, el argumento es circular. Es el mercado, compuesto de oferentes y demandantes, quien crea el giro productivo, de renta y empleo que observamos en una sociedad avanzada. Y allí donde el mercado no llega, llega la iniciativa pública de manera más o menos completa o perfecta.

No sin dificultades ni fallos, las sociedades avanzadas se han organizado de forma que una extensa red de relaciones privadas, públicas y mixtas abarca la mayoría de las necesidades individuales y colectivas y lo hace de manera razonablemente eficaz y eficiente. Hay mucho por mejorar, en materia social, medioambiental y, desde luego, en la racionalidad de los procesos de todo tipo. En su transparencia y en su justicia (en el sentido de fairness y más allá). O en la lucha contra el excesivo poder de muchas organizaciones del mercado o del estado.

Pero, donde debería darse una batalla apenas iniciada para corregir muchos de los fallos señalados y, de paso, restablecer los necesarios controles frente a los abusos de poder, es en la toma de conciencia por parte de los individuos del enorme poder que emerge de su voluntad, y de lo fácilmente que este poder se instrumenta “votando con los pies”.

En sentido más que figurado, casi literal, votar con los pies significa votar con el bolsillo, es decir, perseguir el propio interés económico no dando nuestro dinero a quien no lo merece, o nos maltrata dándonos escaso valor a cambio de aquél. Significa también votar con la cabeza, no dando nuestro consentimiento a propuestas con las que no nos identificamos. O, justamente, irse, poner pies en polvorosa cuando perseverar en una actitud, posición o respaldo de cualquier tipo conlleva el riesgo de acabar justificando lo injustificable.

En el terreno de la defensa de la competencia, votar con los pies es más poderoso, eficaz y eficiente que cualquier legislación y administración antimonopolio. La sanción que imparte quien vota con los pies es inapelable y eficaz. Hay que preguntarse por qué se ejerce tan escasamente este inmenso poder. La respuesta es muy sencilla: no somos conscientes de que lo tenemos. Lo malo de esto no es que esa capacidad se queda arrumbada en el trastero mental. Lo malo es que muchos operadores la utilizan para desplumarnos… con nuestro consentimiento.

José Antonio Herce