El descalabro electoral de Ciudadanos el pasado 10-N podrá llevar a muchos a creer que el liberalismo ha muerto en España. Deliberadamente no me refiero al “liberalismo español”. En mi opinión, lo que ha sucedido es que quien ha muerto, o está al borde de hacerlo, es el partido que dijo encarnarlo y que tan estrepitosamente se ha quedado en la cuneta en el momento de la verdad. En realidad, quien mató al liberalismo español fue… el propio Ciudadanos. Tiempo atrás, cuando decidió subordinarlo todo a un objetivo incompatible con el ideario liberal: gobernar. Con todo, este sería un posible diagnóstico bajo la premisa de que, en los últimos tiempos, digamos desde la transición, España ha disfrutado de un liberalismo en buena salud. La primera respuesta que se puede dar, a la espera de una mayor precisión, es que tampoco, en los cuarenta años de democracia, se puede decir que existiese un liberalismo político propiamente dicho y, menos aún, activo, encarnado en un partido liberal. Luego, ¿qué es lo que el partido naranja ha matado exactamente? Lo que ha desaparecido del radar político español por una temporada, esperemos que menos larga de lo que me temo, ha sido la promesa, que algunos llegamos a creer a pie juntillas, de que era posible tener un verdadero partido político liberal en España. Como decía, desde que España inauguró la democracia del 78, ningún partido en el poder o en la oposición, ha sido liberal. Han gobernado todos ellos, cada uno dentro de su lógica ideológica, con una mezcla de pragmatismo y oportunismo en la que han cabido también tintes populistas y, como no, concesiones a partidos muy menores en los que han tenido que apoyarse para gobernar con estabilidad. En España no ha habido partidos-bisagra, si bien los partidos nacionalistas, representativos en sus territorios, pero minoritarios en el marco estatal, se han asegurado un desproporcionado papel, a veces decisivo. Eso sí, nunca moderando al partido gobernante, salvo que las políticas de este les perjudicasen, nunca ejerciendo esa función de bisagra, y menos por casualidad. El liberalismo no es una ideología. Es una filosofía moral y, por ende, política en el sentido noble de esta palabra. Los principios liberales son básicamente tres: (i) libertad, (ii) igualdad ante la ley y (iii) un gobierno basado en el consentimiento de los gobernados, la democracia representativa y el imperio de la ley. El texto de referencia para establecer las bases del liberalismo político es Treatises of Government de John Locke (1689), cuya influencia se proyectó durante todo el S. XVIII, en hitos tan relevantes como la teoría de la separación de poderes (Montesquieu) o la Constitución Americana. En España, las ideas liberales cuajaron a finales del S. XVIII, pero se fueron adaptando a las circunstancias del país y la época. Como ideología política, se mantuvo con alternativas a lo largo de buena parte del S. XIX, desde la invasión napoleónica hasta la restauración borbónica; su cumbre fue la Constitución de 1812 a cuya promulgación siguieron intentos más o menos canónicos de alcanzar el poder. En la medida en que el liberalismo español se desarrolló sin el paralelo de una revolución industrial propiamente dicha, o la emergencia de clases burguesas de suficiente amplitud, acabó desliéndose en intentos vanos y contraproducentes. Hoy, muchos pensarían que el liberalismo (no el español), en España y fuera de ella, está de capa caída. Pero el que Vladimir Putin diga que está “obsoleto”, como lo dijo el pasado mes de junio en una entrevista para el Financial Times, solo para que casi inmediatamente Donald Trump le diera la razón, no es precisamente algo que debiera llevarnos a pensar que lo está. En los EE. UU., las encuestas muestran que las ideas liberales son más populares entre los ciudadanos americanos que en los 70 años precedentes. El presidente del Consejo de la UE respondió inmediatamente a esta afirmación de Putin diciendo que lo que está obsoleto es el autoritarismo, el culto a la personalidad y el gobierno de los oligarcas. Los liberales en el Reino Unido vuelven con fuerza a la escena política de la mano de un liderazgo renovado (Jo Swinson), en parte como refugio de muchos electores frente a la catástrofe del Brexit, con registros en las encuestas por encima del 15% del voto, un saludable nivel para ejercer la moderación de los grandes partidos de gobierno. No obstante, en España, el liberalismo está de luto, mejor dicho, deberíamos estar de luto muchos porque los errores de los líderes de C’s han dado un mal golpe a la causa liberal. En pocas de sus manifestaciones, este partido, que nació mezclando (lo cual no es un mérito, que conste) las ideas centristas, liberales y progresistas, pero nació también a partir de la frustración de muchos de sus fundadores por el problema en Cataluña, se ha expresado con nitidez, tanto doctrinal como práctica, acerca de su vocación liberal, o ha conectado claramente con las ideas liberales continentales o anglosajonas. Muy notable, y hay que destacarlo, ha sido la presencia de Ciudadanos en gobiernos locales y autonómicos de todo corte ideológico desde que Albert Rivera, en octubre de 2013, decidió saltar a la política nacional. Pero, ahora, toda esa trayectoria, ni mucho menos acabada, ha quedado oscurecida y ya veremos si será revalidada en 2023. El riesgo es que, si la renovación de Ciudadanos en la cúpula no funciona, lo que no tiene por qué suceder, o este partido no se recupera en la política nacional, lo que es más probable que lo anterior, la moderación de los “grandes partidos”, que es la misión por excelencia de los liberales, desaparezca definitivamente del mapa político español enmarañada en un localismo sin orden ni concierto. Habrá que hacer algo, quizá diferente.
José Antonio Herce