La defensa de la competencia es una de las principales políticas estructurales que todo gobierno debería acometer y, desde luego, una obligación para un gobierno de inspiración liberal. Para transmitir mi convicción de lo potente que es la lucha contra los monopolios (y todas sus variantes) y la defensa de los consumidores suelo decir que la mejor política estructural para la reforma del mercado de trabajo es… la política defensa de la competencia. Fíjense en todo lo que puede conseguir:

(i) aumenta el bienestar de los consumidores porque baja los precios de bienes y servicios,

(ii) aumenta la oferta de bienes y servicios porque levanta la restricción de oferta en la que se basan los beneficios,

(iii) aumenta el empleo y disminuye el desempleo por lo anterior,

(iv) aumenta los salarios reales porque reduce las rentas monopolistas,

(v) aumenta la I+D y la innovación porque aumenta el mercado y ajusta los márgenes del negocio convencional,

(vi) aumenta los dividendos de los accionistas no monopolistas, entre los que se encuentran muchos trabajadores, porque crea más actividad económica y -esto para los amigos de la igualdad-

(vii) reduce las rentas excesivas de los monopolistas, porque acaba con ellos. ¿Les parece poco?

Los beneficios potenciales de la defensa de la competencia son, indudablemente, enormes. Aunque hay que luchar contra poderosos intereses creados de monopolistas empresariales (grandes corporaciones), profesionales (gremios) y laborales (cuerpos protegidos de trabajadores o funcionarios) para poder materializar los beneficios sociales de la competencia.

El nuevo gobierno español tiene, solo en esta materia, una agenda ingente. Me consta que algunos de sus ministros o ministras estarían más que felices de poder impulsar esta agenda liberal y liberalizadora. Como también me consta que algunos otros piensan que la mejor manera de lograrlo es la “colectivización” de los medios de producción. Aduciendo quizá que el mercado tiene fallos, que la competencia es inalcanzable o que el capitalismo carece del gen social que se necesita para lograr la felicidad del pueblo.

El mercado tiene fallos. Sí señor, los tiene. Pero precisamente la lucha contra los “fallos del mercado” se encuentra en programas públicos de igualdad de oportunidades, especialmente en dos ámbitos muy precisos en los que se constatan estos fallos: la educación y la sanidad.

En España tenemos importantísimos sistemas públicos en ambas dimensiones, que se asientan, además, sobre su universalidad y gratuidad para los beneficiarios. La sanidad española es una de las mejores del mundo gracias, entre otros factores, pero decisivamente, a la profesionalidad y vocación de sus profesionales. La educación no es, ni mucho menos, tan buena. Es más, si lo mala que es la educación en España lo fuese la sanidad, ya les aseguro que no estaríamos todos trabajando o en casa tan ternes. Prefiero no decirles dónde pienso que estaríamos. El estado también tiene fallos, pero, por la razón que sea, nos cuesta más admitirlo, sobre todo si somos forofos absolutos de “lo público”.

La defensa de la competencia puede hacerse desde el gobierno a través de sus ministerios económicos, pero también con la convicción de los y las titulares de los demás ministerios.

¿No creen que la capacidad de una buena política de igualdad se vería considerablemente reforzada si las promesas de la competencia que antes enumeraba se realizasen siquiera en una porción de lo potencialmente posible? ¿O, acaso, más y mejor empleo, menos paro, mejores salarios y empresas más dinámicas y productivas no son la garantía para reducir la desigualdad a un mínimo infinitamente mejor gestionable (y gobernable) que la desigualdad masiva que hoy tenemos? Pienso que sí, un sí sin reservas y un sí esperanzado en que estas ideas, potentes y a la vez sencillas de entender, si se reciben sin demasiados prejuicios, pueden impulsar la acción económica y social del nuevo gobierno en beneficio de todos los españoles.

Decía en el “150 Palabras” que precedía hace unos días a este nuevo post (ver al final del post), que “gobernar para los consumidores es gobernar para los trabajadores, que también son accionistas de los millones de empresas que existen en España”. No debemos olvidar esto. 

Hasta ahora, quizá hemos cometido un grave error estimulando el ahorro de los trabajadores, que ahorran y mucho, hacia productos meramente financieros o ladrillos (especialmente esto último) muy alejados del subyacente real y último de toda rentabilidad: el PIB. O, mejor dicho, sus sectores más productivos. Pero hay millones de trabajadores que directa o indirectamente son propietarios de las empresas españolas y reciben una parte de los beneficios que estas obtienen cuando con cargo a ellos, los consejos de administración de aquellas los reparten en forma de dividendos.

De hecho, el “capitalismo popular” está mucho más extendido en España de lo que se cree o parece. Aunque está ampliamente desatendido. Hay muchos trabajadores que ignoran que son propietarios, siquiera en una ínfima proporción, de una o más empresas. Ya es hora también de que esta percepción (y la realidad que la subyace) cambie y de que se perfeccionen las instancias de defensa de los accionistas minoritarios y de sindicación de sus intereses.

En España hay 3,3 millones de empresas (según el DIRCE, INE), pero la mitad de ellas no tiene asalariados. De las restantes, la inmensa mayoría tiene menos de 10 asalariados. El IBEX tiene solo (repito, solo) 35 empresas. La atención a este ingente universo empresarial, desde autónomos incorporados como sociedades limitadas, a medianas empresas, pasando por micro o pequeñas empresas, el ecosistema es variadísimo y está carente de soluciones avanzadas en materia de liquidez (no digo ya financiación), acceso a las plataformas de e-commerce (¿se ha enterado el ICEX de que ya no es necesario ser grande para internacionalizarse vía Amazon o Alibaba?) o a herramientas robotizadas de gestión. 

Pensemos que el mejor servicio a las buenas ideas políticas (igualdad, inclusión, pleno empleo, calidad de este, salarios eficientes) no radica necesariamente en las ideologías. Llámenme liberal si quieren. 

¡Viva la libertad y el desestanco! Y recuerden, 2020 es #AñoGaldós.

José Antonio Herce